Tras atravesar con tranquilidad las calles de Lira, llegó a las afueras de la ciudad. Uriel iba solo, pero sentía que Nina iba con él, aunque no estuviese allí. No había mucha gente debido al mal calor. Últimamente las temperaturas oscilaban considerablemente de un día para otro, pero seguían siendo agobiantes. Eso era mala señal, pero Uriel decidió no decir nada. La gente murmuraba al verle pasar; era cuestión de tiempo.
Se detuvieron justo cuando divisaron a lo lejos una enorme pradera. Ató la mula y el carro a un poste y atravesó un pequeño tramo hasta llegar hasta ella.
-Nina, no te alejes -se dijo a sí mismo. Se le haría más fácil afrontar ese momento si no estuviese solo.
A lo lejos se vía un grupo de gente aproximarse. Todavía les quedaba mucho para alcanzarle, pero avanzaban directamente hacia él. Nina estaría extrañada e inquieta si llegase a estar allí, ya que no entendería nada. Uriel se subió a la rama de un árbol y decidió contemplar cómo se le acababa la buena vida.
-Nunca renuncies a ser quien eres -dijo en voz alta. Esas eran las palabras que quería decirle a la niña, las que nunca llegó a pronunciar delante de ella- Nunca -repitió orgulloso. Ya se escuchaban los cascos de los caballos- Porque aquello que te hace único, es lo único que nunca te va a fallar. Vive para ti, no para los otros.
Nina se le habría quedado mirando, cada vez más confusa. Sonaba a despedida. Y lo era. Pero ella no podría saber por qué. Uriel intentaba no pensar en la cara de decepción de Nina, ni en la de Sara. Uriel volvió a sonreír.
-Lo siento. Os voy a dejar solas.
Una docena de caballos con sus respectivos caballeros se plantaron delante de él. No dijo nada más, no hizo falta. Avanzó con paso firme hasta ellos y se subió al único que llevaba un carruaje. No hacía falta preguntar destino. Ya sabía a dónde iba.
El palacio era más grande de lo que recordaba y su cuarto se le antojaba tan grande como tres casas seguidas. No necesitaba nada de aquello y cada vez recordaba su infancia con más aprehensión. "Los alquimistas", esa era su familia. Aquellos que hacían cosas imposibles. Estaba prohibido mostrar ningún tipo de piedad hacia los súbditos.
¿Queréis comida? ¡Pagad por ella! ¿Queréis salud? ¡Entregadme vuestros bienes más preciados! Así se manejaba la ciudad. Su abuelo fue el primero en hacer que las cosas funcionasen así, pero él estaba en contra. Cogió una foto familiar que tenía colocada sobre la mesilla. Le seguía pareciendo increíble que dos rostros tan idénticos pudiesen ser tan distintos.
Le llamaban la viva imagen de su abuelo. El mesías. El prodigio. El mejor. El que perpetuaría las riquezas del reino. Pero él día tras día se sentía más sucio y podrido, como una manzana corroída por gusanos.
Se había fugado de casa para hacer las cosas a su manera. No había salvado a mucha gente, pero sí había ayudado a muchos. Tal vez ni él mismo supiese hacer lo correcto; sólo sabía que cobrar por un bien común era un error. Ahora llegaba el momento del castigo, en el que la codicia le aplastaría con su peso implacable. La noticia fue sonada en el pueblo y se convocó una audiencia en el centro de la plaza. Cómo no, junto al pozo.
Todo el mundo estaba obligado a ir, a excepción de la corte; pero allí estaban todos, dispuestos a disfrutar de su castigo. Podía morirse y de hecho, lo deseaba. Prefería volverse abono antes que dejar que le enjaulasen de nuevo.
El rey se aclaró la garganta y gritó alto y claro:
-El que tenga algo que objetar, que hable ahora o calle para siempre.
Al principio, se escucharon varios gritos en contra, pero los guardias se encargaron de silenciarlos. Ya se lo esperaba. Era como tenía que ser. Entre el público distinguió a Nina y le dio la misma mirada que había practicado en el bosque. Ella iba a llorar. Ya lo sabía. Y aún así la miraba fijamente, para que sus palabras fueran siempre con ella, para que recordase al que por unos días fue su hermano.
Es curioso cómo construimos nuestros vínculos. A veces, dos palabras son capaces de unir a una persona y dos palabras son capaces de separarnos de ella para siempre. ¿Qué palabras se quedaría alguien como Uriel?
Le ataron las manos para que no pudiese huir, aunque no iba a hacerlo. Cada golpe borraba una letra de su título. Esperaba más latigazos de los que le dieron y menos sangre fría de la que le obsequiaron.
Giró la cara al público y sonrió como si le fuese la vida en ello. Y sí, en ello se le fue, entre barrotes y varas, entre risas y lágrimas.
Y si morirse de pena pudiera,
allí se habría consumido
con su sangre y su condena,
allí se quedó dormido.
-xXx-
Notas de Umiko: Y así acaba esta historia tan bella y tan triste a la vez. Cuando estaba corrigiendo el final, se me ocurrió poner unos pocos versos, a modo de puntilla. Ahora que lo he vuelto a leer, me parece algo cursi, pero me da pena borrarlo. ¿A vosotros qué os parece?
Espero que hayáis disfrutado la historia. Yo he escrito muchos relatos cortos, pero siempre he guardado este con especial cariño. Dentro de poco os traeré algún otro.
Nos vemos.
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